lunes, 30 de julio de 2007

El latente despertar...


Hace muchísimo calor, día veraniego y vacacional, Ana reposa serenamente en su hamaca protegiéndose del sol ardiente, hojea el libro que hoy la acompaña y que reúne varios relatos, cuyo tema principal es el erotismo, narrados todos ellos por autoras reconocidas e incluso premiadas en ocasiones por sus textos. Se decide por fin a iniciar la lectura que parece prometedora, pese a la somnolencia que las idílicas vacaciones suelen producir, pero el impío y deslumbrante sol la incita a dejarse llevar por sus pensamientos y…, cerrando los ojos, la calidez la arrolla y se adueña de su cuerpo.

Se ve a sí misma como la mujer que es en la actualidad, reflexiona sobre la rapidez con que el tiempo ha pasado, preguntándose qué queda de la niña que fue. Nunca ha dudado que la esencia permanece, pero a mitad del camino ya no se reconoce en el reflejo de su niñez. Retrocede mentalmente veintisiete años, y rememora su propio relato que podría titularse: “El latente despertar”…


…Ana era una niña de once años, ni demasiado guapa, ni demasiado fea. Le gustaba mirarse en el espejo creando con sus dedos posibles cambios en su faz que la hiciesen más hermosa cuando fuese adulta. “Estos pelillos que están entre las cejas, los podré quitar”; “El acné desparecerá, no creo que sea tan cruel de permanecer para siempre”; “Los ojos, ¡no!, creo que no se pueden cambiar de color… me conformaré”; -ajena como era a las recomposiciones imposibles que la cirugía y otras tecnologías serían capaces en el futuro, convirtiendo a las mujeres en perfectas muñecas de goma de fabricación en serie-. Quizá -volvía a pensar- con algún arreglillo que ahora no le estaba permitido, conseguiría ser una mujer deseable y los chicos la mirarían al pasar. Esto, no le ocurría casi nunca, pero en los casos excepcionales en que algún niño la miraba, sus ojos barrían el suelo y sus pies se trababan con el tácito acuerdo de dejarla en el ridículo más absoluto.

Era una muchacha silenciosa, introvertida, dócil en apariencia, inmersa en su mundo de belleza y fantasía. Le gustaba escribir cuentos e incluso en una rarísima ocasión regaló uno, porque si algo temía Ana era que sus pensamientos fuesen transparentes, y a su corta edad ya sabía que a ella, éstos, se le escapaban más a través de la letra escrita que de la palabra.

Cuando se iba a la cama, lo hacía con una felicidad especial. Se acostaba y cerraba sus ojos, esperándole. Con su imaginación revivía la misma escena perfecta de cada noche… Se transportaba a un maravilloso río del “Nuevo Mundo” donde el ropaje selvático se enramaba en ambas orillas, y acomodada en un rincón de una barcaza de madera, era mecida por las aguas, mientras observaba fijamente a quién allí de pie, junto a ella, remaba con lentitud. En toda su dimensión se erigía como un dios y se estremecía y agitaba con solo mirarle.

En el óvalo perfecto de su rostro, eran sus ojos lo que primero llamaba su atención, pequeños, rasgados, negros, de mirada intensa y prometedora, en su nariz se apreciaba una respiración profunda, sus labios carnosos dejaban entrever sutilmente una lengua cómplice y una sonrisa insinuante. Su cuerpo era moreno, su cabello largo, liso, negro azabache en el que se reflejaba la blanca e indefensa luz. Remaba con sus manos anchas y en sus brazos y muslos se dibujaba escuetamente el esfuerzo; su piel morena se intuía suave y cálida, sólo ocultaba las partes más intimas que todavía resultaban inimaginables…, y quedaba presa en su pelo negro que acariciaba su espalda y sus hombros a capricho de la suave brisa… Así mecida dulcemente, observándolo en la corta distancia y extendiendo sus manos pero sin decirle nunca una palabra, Ana entraba en el mundo de los sueños, atrapada en la telaraña de los deseos, realidades y fantasías, donde la libertad expande los sentidos y los instintos más ancestrales se pierden en laberintos.

Ni una sola vez consiguió recordar lo que soñaba, pero la maravillosa escena que su imaginación repetía cada noche, tenía resultados similares… El sopor más profundo dejaba paso a una especie de duermevela, en la que una cálida y placentera oleada se extendía por todo su ser y la avisaba de manera premonitoria que inmediata e inevitablemente se produciría tal explosión que su cuerpo se arqueaba como poseso y se tensaba desde la cabeza hasta los pies, visionando con claridad una roja rosa que se abría y dentro de ella, había otra que se abría a su vez y así sucesivamente las pequeñas rosas internas se seguían abriendo hasta el infinito… Y después la paz, la serenidad absoluta y de nuevo caía en el abismo de Morfeo.


…Abre los ojos y se encuentra de nuevo con los compañeros de sombrilla y de arena, pasa lentamente su lengua sobre los labios resecos, observa a los hombres que pasean por la orilla del mar, su mirada inconsciente todavía persigue a los de cabello largo, pero ya no es lo mismo; hace mucho tiempo que dejaron de gustarle los niños. Tampoco necesita ya del escondite de los sueños para desear y gozar con pasión. Logró con el tiempo acallar a los castradores y silenciar sus voces latentes y sutiles. Mira al hombre que está a su lado, su amante, el que conoce los secretos de sus deseos, el que sí sabe hacerle recordar.

Sonríe al pensar que si “Ana niña” hubiese visto en su reflejo a “Ana mujer”, estaría bastante satisfecha, dentro de las posibilidades de su espejo, claro está, y sin cirugía, por supuesto. Se levanta de su hamaca y camina hacia el mar con ese ligero aire de altivez que le dan sus hombros altos y atléticos de los que siempre ha estado orgullosa, intentando disimular la risa que le produce la ocurrencia de que las cálidas aguas mediterráneas, hoy resultan especialmente ardientes. Con su cuerpo mojado se dirige hacia él salpicándole divertida como una colegiala infantil. Él se incorpora y la mira, se acerca y disimuladamente le pasa la punta de la lengua por el hombro, haciéndola estremecer. “Estas salada” dice, mientras acaricia su cuello y su pelo. ¡Ven!, y la atrae hacia sí; Ana aprecia la rapidez, con la que su signo de fuego, se prepara y la desea. Y ella, húmeda y salada pregunta: ¿nos vamos ya?...

"Penélope"