En la oscuridad de la noche me abro paso entre maleza y ramajes, apresurándome para llegar a hora das bruxas. Con respiración agitada te descubro inquieto y ávido de mi presencia, te rodeo con mis brazos para protegerte del frío nocturno y escucho tu mirada que me habla siempre con silencios.
Encuentro tu boca, y con hambre predadora devoro los recovecos de tus labios, tu lengua; sabes a trigo y a pan, a miel y a ambrosía. Aspiro el perfume que desprendes olfateando cada parte de tu cuerpo; lamo tus heridas y recorro tus sentidos despertándote del dolor que te amenaza. Los rasgos de mi faz sufren una transformación animal y el magnetismo me atrapa; no hay retorno posible. No existe nada… sólo la negrura de la noche y el instinto más salvaje.
La luna llena se refleja en las aguas oscuras. En su orilla dos siluetas bailan al compás de la pasión, convertidas en depredadores que se poseen, se engullen y se despedazan, fundiéndose en una sola entre violentas y sobrevenidas pulsiones ancestrales.
Esa misma luna deja paso tímidamente a un sol que amenaza con descubrir secretos. Las aguas se despiertan claras y transparentes… En su orilla se entremezclan los restos de esencias y jugos prohibidos con la tierra húmeda; el aroma del ambiente matutino despide y finaliza a noite das bruxas.
"Penélope"
sábado, 17 de noviembre de 2007
lunes, 30 de julio de 2007
El latente despertar...
Hace muchísimo calor, día veraniego y vacacional, Ana reposa serenamente en su hamaca protegiéndose del sol ardiente, hojea el libro que hoy la acompaña y que reúne varios relatos, cuyo tema principal es el erotismo, narrados todos ellos por autoras reconocidas e incluso premiadas en ocasiones por sus textos. Se decide por fin a iniciar la lectura que parece prometedora, pese a la somnolencia que las idílicas vacaciones suelen producir, pero el impío y deslumbrante sol la incita a dejarse llevar por sus pensamientos y…, cerrando los ojos, la calidez la arrolla y se adueña de su cuerpo.
Se ve a sí misma como la mujer que es en la actualidad, reflexiona sobre la rapidez con que el tiempo ha pasado, preguntándose qué queda de la niña que fue. Nunca ha dudado que la esencia permanece, pero a mitad del camino ya no se reconoce en el reflejo de su niñez. Retrocede mentalmente veintisiete años, y rememora su propio relato que podría titularse: “El latente despertar”…
…Ana era una niña de once años, ni demasiado guapa, ni demasiado fea. Le gustaba mirarse en el espejo creando con sus dedos posibles cambios en su faz que la hiciesen más hermosa cuando fuese adulta. “Estos pelillos que están entre las cejas, los podré quitar”; “El acné desparecerá, no creo que sea tan cruel de permanecer para siempre”; “Los ojos, ¡no!, creo que no se pueden cambiar de color… me conformaré”; -ajena como era a las recomposiciones imposibles que la cirugía y otras tecnologías serían capaces en el futuro, convirtiendo a las mujeres en perfectas muñecas de goma de fabricación en serie-. Quizá -volvía a pensar- con algún arreglillo que ahora no le estaba permitido, conseguiría ser una mujer deseable y los chicos la mirarían al pasar. Esto, no le ocurría casi nunca, pero en los casos excepcionales en que algún niño la miraba, sus ojos barrían el suelo y sus pies se trababan con el tácito acuerdo de dejarla en el ridículo más absoluto.
Era una muchacha silenciosa, introvertida, dócil en apariencia, inmersa en su mundo de belleza y fantasía. Le gustaba escribir cuentos e incluso en una rarísima ocasión regaló uno, porque si algo temía Ana era que sus pensamientos fuesen transparentes, y a su corta edad ya sabía que a ella, éstos, se le escapaban más a través de la letra escrita que de la palabra.
Cuando se iba a la cama, lo hacía con una felicidad especial. Se acostaba y cerraba sus ojos, esperándole. Con su imaginación revivía la misma escena perfecta de cada noche… Se transportaba a un maravilloso río del “Nuevo Mundo” donde el ropaje selvático se enramaba en ambas orillas, y acomodada en un rincón de una barcaza de madera, era mecida por las aguas, mientras observaba fijamente a quién allí de pie, junto a ella, remaba con lentitud. En toda su dimensión se erigía como un dios y se estremecía y agitaba con solo mirarle.
En el óvalo perfecto de su rostro, eran sus ojos lo que primero llamaba su atención, pequeños, rasgados, negros, de mirada intensa y prometedora, en su nariz se apreciaba una respiración profunda, sus labios carnosos dejaban entrever sutilmente una lengua cómplice y una sonrisa insinuante. Su cuerpo era moreno, su cabello largo, liso, negro azabache en el que se reflejaba la blanca e indefensa luz. Remaba con sus manos anchas y en sus brazos y muslos se dibujaba escuetamente el esfuerzo; su piel morena se intuía suave y cálida, sólo ocultaba las partes más intimas que todavía resultaban inimaginables…, y quedaba presa en su pelo negro que acariciaba su espalda y sus hombros a capricho de la suave brisa… Así mecida dulcemente, observándolo en la corta distancia y extendiendo sus manos pero sin decirle nunca una palabra, Ana entraba en el mundo de los sueños, atrapada en la telaraña de los deseos, realidades y fantasías, donde la libertad expande los sentidos y los instintos más ancestrales se pierden en laberintos.
Ni una sola vez consiguió recordar lo que soñaba, pero la maravillosa escena que su imaginación repetía cada noche, tenía resultados similares… El sopor más profundo dejaba paso a una especie de duermevela, en la que una cálida y placentera oleada se extendía por todo su ser y la avisaba de manera premonitoria que inmediata e inevitablemente se produciría tal explosión que su cuerpo se arqueaba como poseso y se tensaba desde la cabeza hasta los pies, visionando con claridad una roja rosa que se abría y dentro de ella, había otra que se abría a su vez y así sucesivamente las pequeñas rosas internas se seguían abriendo hasta el infinito… Y después la paz, la serenidad absoluta y de nuevo caía en el abismo de Morfeo.
…Abre los ojos y se encuentra de nuevo con los compañeros de sombrilla y de arena, pasa lentamente su lengua sobre los labios resecos, observa a los hombres que pasean por la orilla del mar, su mirada inconsciente todavía persigue a los de cabello largo, pero ya no es lo mismo; hace mucho tiempo que dejaron de gustarle los niños. Tampoco necesita ya del escondite de los sueños para desear y gozar con pasión. Logró con el tiempo acallar a los castradores y silenciar sus voces latentes y sutiles. Mira al hombre que está a su lado, su amante, el que conoce los secretos de sus deseos, el que sí sabe hacerle recordar.
Sonríe al pensar que si “Ana niña” hubiese visto en su reflejo a “Ana mujer”, estaría bastante satisfecha, dentro de las posibilidades de su espejo, claro está, y sin cirugía, por supuesto. Se levanta de su hamaca y camina hacia el mar con ese ligero aire de altivez que le dan sus hombros altos y atléticos de los que siempre ha estado orgullosa, intentando disimular la risa que le produce la ocurrencia de que las cálidas aguas mediterráneas, hoy resultan especialmente ardientes. Con su cuerpo mojado se dirige hacia él salpicándole divertida como una colegiala infantil. Él se incorpora y la mira, se acerca y disimuladamente le pasa la punta de la lengua por el hombro, haciéndola estremecer. “Estas salada” dice, mientras acaricia su cuello y su pelo. ¡Ven!, y la atrae hacia sí; Ana aprecia la rapidez, con la que su signo de fuego, se prepara y la desea. Y ella, húmeda y salada pregunta: ¿nos vamos ya?...
"Penélope"
Se ve a sí misma como la mujer que es en la actualidad, reflexiona sobre la rapidez con que el tiempo ha pasado, preguntándose qué queda de la niña que fue. Nunca ha dudado que la esencia permanece, pero a mitad del camino ya no se reconoce en el reflejo de su niñez. Retrocede mentalmente veintisiete años, y rememora su propio relato que podría titularse: “El latente despertar”…
…Ana era una niña de once años, ni demasiado guapa, ni demasiado fea. Le gustaba mirarse en el espejo creando con sus dedos posibles cambios en su faz que la hiciesen más hermosa cuando fuese adulta. “Estos pelillos que están entre las cejas, los podré quitar”; “El acné desparecerá, no creo que sea tan cruel de permanecer para siempre”; “Los ojos, ¡no!, creo que no se pueden cambiar de color… me conformaré”; -ajena como era a las recomposiciones imposibles que la cirugía y otras tecnologías serían capaces en el futuro, convirtiendo a las mujeres en perfectas muñecas de goma de fabricación en serie-. Quizá -volvía a pensar- con algún arreglillo que ahora no le estaba permitido, conseguiría ser una mujer deseable y los chicos la mirarían al pasar. Esto, no le ocurría casi nunca, pero en los casos excepcionales en que algún niño la miraba, sus ojos barrían el suelo y sus pies se trababan con el tácito acuerdo de dejarla en el ridículo más absoluto.
Era una muchacha silenciosa, introvertida, dócil en apariencia, inmersa en su mundo de belleza y fantasía. Le gustaba escribir cuentos e incluso en una rarísima ocasión regaló uno, porque si algo temía Ana era que sus pensamientos fuesen transparentes, y a su corta edad ya sabía que a ella, éstos, se le escapaban más a través de la letra escrita que de la palabra.
Cuando se iba a la cama, lo hacía con una felicidad especial. Se acostaba y cerraba sus ojos, esperándole. Con su imaginación revivía la misma escena perfecta de cada noche… Se transportaba a un maravilloso río del “Nuevo Mundo” donde el ropaje selvático se enramaba en ambas orillas, y acomodada en un rincón de una barcaza de madera, era mecida por las aguas, mientras observaba fijamente a quién allí de pie, junto a ella, remaba con lentitud. En toda su dimensión se erigía como un dios y se estremecía y agitaba con solo mirarle.
En el óvalo perfecto de su rostro, eran sus ojos lo que primero llamaba su atención, pequeños, rasgados, negros, de mirada intensa y prometedora, en su nariz se apreciaba una respiración profunda, sus labios carnosos dejaban entrever sutilmente una lengua cómplice y una sonrisa insinuante. Su cuerpo era moreno, su cabello largo, liso, negro azabache en el que se reflejaba la blanca e indefensa luz. Remaba con sus manos anchas y en sus brazos y muslos se dibujaba escuetamente el esfuerzo; su piel morena se intuía suave y cálida, sólo ocultaba las partes más intimas que todavía resultaban inimaginables…, y quedaba presa en su pelo negro que acariciaba su espalda y sus hombros a capricho de la suave brisa… Así mecida dulcemente, observándolo en la corta distancia y extendiendo sus manos pero sin decirle nunca una palabra, Ana entraba en el mundo de los sueños, atrapada en la telaraña de los deseos, realidades y fantasías, donde la libertad expande los sentidos y los instintos más ancestrales se pierden en laberintos.
Ni una sola vez consiguió recordar lo que soñaba, pero la maravillosa escena que su imaginación repetía cada noche, tenía resultados similares… El sopor más profundo dejaba paso a una especie de duermevela, en la que una cálida y placentera oleada se extendía por todo su ser y la avisaba de manera premonitoria que inmediata e inevitablemente se produciría tal explosión que su cuerpo se arqueaba como poseso y se tensaba desde la cabeza hasta los pies, visionando con claridad una roja rosa que se abría y dentro de ella, había otra que se abría a su vez y así sucesivamente las pequeñas rosas internas se seguían abriendo hasta el infinito… Y después la paz, la serenidad absoluta y de nuevo caía en el abismo de Morfeo.
…Abre los ojos y se encuentra de nuevo con los compañeros de sombrilla y de arena, pasa lentamente su lengua sobre los labios resecos, observa a los hombres que pasean por la orilla del mar, su mirada inconsciente todavía persigue a los de cabello largo, pero ya no es lo mismo; hace mucho tiempo que dejaron de gustarle los niños. Tampoco necesita ya del escondite de los sueños para desear y gozar con pasión. Logró con el tiempo acallar a los castradores y silenciar sus voces latentes y sutiles. Mira al hombre que está a su lado, su amante, el que conoce los secretos de sus deseos, el que sí sabe hacerle recordar.
Sonríe al pensar que si “Ana niña” hubiese visto en su reflejo a “Ana mujer”, estaría bastante satisfecha, dentro de las posibilidades de su espejo, claro está, y sin cirugía, por supuesto. Se levanta de su hamaca y camina hacia el mar con ese ligero aire de altivez que le dan sus hombros altos y atléticos de los que siempre ha estado orgullosa, intentando disimular la risa que le produce la ocurrencia de que las cálidas aguas mediterráneas, hoy resultan especialmente ardientes. Con su cuerpo mojado se dirige hacia él salpicándole divertida como una colegiala infantil. Él se incorpora y la mira, se acerca y disimuladamente le pasa la punta de la lengua por el hombro, haciéndola estremecer. “Estas salada” dice, mientras acaricia su cuello y su pelo. ¡Ven!, y la atrae hacia sí; Ana aprecia la rapidez, con la que su signo de fuego, se prepara y la desea. Y ella, húmeda y salada pregunta: ¿nos vamos ya?...
"Penélope"
miércoles, 20 de junio de 2007
Aquella tarde triste en que el Viento te buscaba...
… amagaban tus recuerdos por allí donde estuviste siendo niña, por allí donde la colegiala fue perversa soñando que vivir era otra cosa… Aquella tarde triste, de los puntos cardinales de la rosa que tú escgrimes siendo buena, faltaban Norte y Sur, porque naciste de la historia de un naufragio y dormías sin soñar, y sin dormir, por el Levante, como diciendo que todo quedaba descubierto más allá de la niña y de la extraña virtud que guardaba su misterio en la ensimismada agua de la alberca.
Aquella tarde triste, te buscaba el viento en desespero cuando daban las seis y media sin retorno, cuando la luz declinaba en un instante en que ya no quedaba nada por vender: sólo el futuro, el extraño futuro que se cumple cual mecánica de Dios para estos casos. Todo ocurre. Todo pasa. Todo sucede. Pero el viento aquella tarde estaba loco y galopaba desbocado hacia la nada. El sol parecía como hastiado de ser de ser sol y de dar vida… El sol, por no querer, ni tan siquiera quería contar los muertos de aquel día.
... Y el viento recitaba mi pasado anterior a tus ausencias, me contaba los motivos de la niña, de la calle y del piano; de la libertad, del libre cambio y de los toros que murieron sin saber que eran espectros totémicos del viento. Y tú no estabas, ya te digo… Tú faltabas en la brega angular y singular, como la piedra donde se forjaron el presente y sus entornos.
Aquella tarde triste, cuando el viento gemía las palabras inútiles que no decían nada, las palabras sabedoras del dolor, del veneno y la quimera, escondías tu mirada mientras Dios, y yo mismo, disfrazado de Cualquiera, batíamos los adoquines embriagados del perfume de tu ser y de tu sexo… Porque era reciente la pista de tus ojos perdidos en la locura embriagadora del ocaso.
Así llegó la noche, con el aire abatido, exangüe, derrotado, recorriendo el Laberinto del Deseo que hoy se sacia en el licor de tu recuerdo. Medio folio lleva el mistral de la amargura, camino del camino que tú esgrimes. Tortuoso, estrafalario, quizá absurdo, como el meandro del río que nos lleva por el adiós baldío del desierto.
Porque te lo digo con certeza: vendrán los días tristes y tristísimos, los días en que la tristeza del viento compungido será feliz como medida del hombre en cada instante… Oficio de vivir, oficio de poeta, algún día sabrás por qué Pavese murió en una cama asesinada por la vida. “No escribiré más, un gesto”..., “al final, lo más íntimamente temido, sucede siempre”. Recordarás, quizás, ya digo, aquella tarde triste en que el viento gemía y te buscaba... Y también es posible que te recuerde el Viento.
"Ulises"
Aquella tarde triste, te buscaba el viento en desespero cuando daban las seis y media sin retorno, cuando la luz declinaba en un instante en que ya no quedaba nada por vender: sólo el futuro, el extraño futuro que se cumple cual mecánica de Dios para estos casos. Todo ocurre. Todo pasa. Todo sucede. Pero el viento aquella tarde estaba loco y galopaba desbocado hacia la nada. El sol parecía como hastiado de ser de ser sol y de dar vida… El sol, por no querer, ni tan siquiera quería contar los muertos de aquel día.
... Y el viento recitaba mi pasado anterior a tus ausencias, me contaba los motivos de la niña, de la calle y del piano; de la libertad, del libre cambio y de los toros que murieron sin saber que eran espectros totémicos del viento. Y tú no estabas, ya te digo… Tú faltabas en la brega angular y singular, como la piedra donde se forjaron el presente y sus entornos.
Aquella tarde triste, cuando el viento gemía las palabras inútiles que no decían nada, las palabras sabedoras del dolor, del veneno y la quimera, escondías tu mirada mientras Dios, y yo mismo, disfrazado de Cualquiera, batíamos los adoquines embriagados del perfume de tu ser y de tu sexo… Porque era reciente la pista de tus ojos perdidos en la locura embriagadora del ocaso.
Así llegó la noche, con el aire abatido, exangüe, derrotado, recorriendo el Laberinto del Deseo que hoy se sacia en el licor de tu recuerdo. Medio folio lleva el mistral de la amargura, camino del camino que tú esgrimes. Tortuoso, estrafalario, quizá absurdo, como el meandro del río que nos lleva por el adiós baldío del desierto.
Porque te lo digo con certeza: vendrán los días tristes y tristísimos, los días en que la tristeza del viento compungido será feliz como medida del hombre en cada instante… Oficio de vivir, oficio de poeta, algún día sabrás por qué Pavese murió en una cama asesinada por la vida. “No escribiré más, un gesto”..., “al final, lo más íntimamente temido, sucede siempre”. Recordarás, quizás, ya digo, aquella tarde triste en que el viento gemía y te buscaba... Y también es posible que te recuerde el Viento.
"Ulises"
lunes, 4 de junio de 2007
Mis zapatos rojos
Resuenan los tacones de mis nuevos zapatos rojos en la calle lóbrega donde los solitarios, en las esquinas, buscan sueños a cambio de dinero. Camino sin prisa, esperando, siempre esperando… y como siempre, subo al coche de mi cliente con mi mejor sonrisa. Complacerles resulta en general sencillo, a excepción de algunos casos más peculiares. Sin dilación me pongo a trabajar, pensando en el nombre que le pondré a éste, intentando recordar su cara por si vuelve y consigo hacerle fijo. Es un hombre moreno, rubicundo y de gestos toscos y bruscos, pero es amable y no parece que me dará ningún problema. Le llamaré Ursus…, suele ocurrirme que sin dejar el ritmo, me concentro en cosas muy concretas y pierdo la noción general de la situación. Ursus tiene una negra capa de suciedad bajo las uñas, sus manos están ajadas por el trabajo, y me pide que le diga cosas tan sucias como sus uñas… comienzo con mi largo repertorio aprendido a través de los años, y dibujada la lujuria en su cara veo la oportunidad de terminar antes de lo previsto, pero él quiere aprovechar bien sus treinta euros… así que, desaparezco para amanecer en aquel tiempo tan lejano en el que tuve un amor. Intento que no me bese los labios, ni me roce el cuello, ensuciaría la imagen de mi amado que, bajo el sol caliente y apasionado de verano, me decía cosas bellas y me rendía bajo sus ojos entregándole mi vida… Y la misma vida nos separó; y la muerte nos unirá algún día.
Con manos expertas continúo, y recuerdo a Peluche, un cliente fijo al que no he vuelto a ver desde hace un año. Era uno de mis favoritos, me dejaba hacer y solo insistía en llamarme Teresa. Su tristeza era infinita y en ocasiones me hubiese gustado convertirme en ella para que alguien me amara tanto. Intentaba adivinar si el motivo de tal desamor era el desprecio, la imposibilidad o quizá la muerte, y advierto una sonrisa en mi cara al pensar que le perdí porque está con su amada.
Y sin perder el compás, ahora me sumerjo en el único amor que nunca me ha abandonado…: el mar… Y cuando la soledad se apodera de mí, doy por concluida la jornada y voy a visitarle. Le entrego mi desnudez y me limpia de miserias, engaños y decepciones…y me da paz infinita. En alguna ocasión le he pedido que me lleve con él, pero en su eterna sabiduría sus olas me devuelven a la orilla para que cuide al que habita ya en mis entrañas.
Ursus requiere toda mi atención y parece quedar satisfecho con el servicio. Nos despedimos, no sin antes regalarle un par de zalamerías y pedirle que vuelva otro día. Éste es bueno para ser de los fijos, y no hay que perder estas oportunidades.
Con manos expertas continúo, y recuerdo a Peluche, un cliente fijo al que no he vuelto a ver desde hace un año. Era uno de mis favoritos, me dejaba hacer y solo insistía en llamarme Teresa. Su tristeza era infinita y en ocasiones me hubiese gustado convertirme en ella para que alguien me amara tanto. Intentaba adivinar si el motivo de tal desamor era el desprecio, la imposibilidad o quizá la muerte, y advierto una sonrisa en mi cara al pensar que le perdí porque está con su amada.
Y sin perder el compás, ahora me sumerjo en el único amor que nunca me ha abandonado…: el mar… Y cuando la soledad se apodera de mí, doy por concluida la jornada y voy a visitarle. Le entrego mi desnudez y me limpia de miserias, engaños y decepciones…y me da paz infinita. En alguna ocasión le he pedido que me lleve con él, pero en su eterna sabiduría sus olas me devuelven a la orilla para que cuide al que habita ya en mis entrañas.
Ursus requiere toda mi atención y parece quedar satisfecho con el servicio. Nos despedimos, no sin antes regalarle un par de zalamerías y pedirle que vuelva otro día. Éste es bueno para ser de los fijos, y no hay que perder estas oportunidades.
Salgo del coche, ante la noche despejada y serena, y mientras paseo voy pensando que hoy terminaré antes y me iré a visitar a mi mar que siempre me espera y quizá hoy quiera amarme para siempre.
Y suenan mis tacones en la calzada… y mañana… mañana quizá me pondré los zapatos negros, que no me duelen y me dejan soportar mejor las oscuras noches.
Y suenan mis tacones en la calzada… y mañana… mañana quizá me pondré los zapatos negros, que no me duelen y me dejan soportar mejor las oscuras noches.
"Penélope"
domingo, 27 de mayo de 2007
La soledad de Penélope
Amanece, y con la luminosidad ascendente del alba y su mezcolanza de color, dibuja y construye de forma paulatina una fortaleza en su corazón. El tiempo teje, incesante, con hilaturas finas y coloridas, entrelazando las hebras de su existencia florida entre jardines y corales… así transcurre la larga espera de Penélope, la gran desconocida.
… Porque Penélope es sombra, no es una heroína de epopeya que libra batallas insondables arrullada por el canto de las sirenas, ni embriagada por codiciosas beldades. Reina, pero madre, mujer y niña, aliada eterna de la soledad, silenciosa y protectora amiga… La saudade, convertida en serpiente, envuelve y aprisiona dulcemente su cuerpo y la seduce para siempre.
Solicitada y pretendida como tesoro preciado, se ampara en su aislamiento… Quién observó su mirada infinita, sus manos de niña, su gesto delicado, sus ansiedades, sus silencios, sus anhelos…, quién susurró a su corazón un gesto amable, un sincero cariño…, quién vio a la madre y no a la reina, a la mujer y no a la madre, a la niña y no a la mujer…
Con la llegada del ocaso, desteje el tiempo regresando al pasado. Suelta sus largos y negros cabellos y danza descalza bajo la luna serena. Bañada por su luz blanca y clara, imprime la arena con sus huellas… Y allí espera su amante, imperturbable e infinito, el dolor de sus entrañas. Embriagada de mar, ansía el resurgir de Ulises de entre las aguas nocturnas. Con el sabor de la sal en la piel, sólo el viento la saborea rozando su cuerpo y susurrándole secretos que los dioses desconocen.
Penélope clara y oscura, serena y ardiente, dueña de sus noches blancas y esclava de sus días. En su larga espera, olvida su fin y su destino… La aurora la sorprende tejiendo pensamientos con soledades. Y amanece. Es hora, ya es la hora de alzar de nuevo un muro en su corazón, al compás de una luz que ya se perfila.
… Porque Penélope es sombra, no es una heroína de epopeya que libra batallas insondables arrullada por el canto de las sirenas, ni embriagada por codiciosas beldades. Reina, pero madre, mujer y niña, aliada eterna de la soledad, silenciosa y protectora amiga… La saudade, convertida en serpiente, envuelve y aprisiona dulcemente su cuerpo y la seduce para siempre.
Solicitada y pretendida como tesoro preciado, se ampara en su aislamiento… Quién observó su mirada infinita, sus manos de niña, su gesto delicado, sus ansiedades, sus silencios, sus anhelos…, quién susurró a su corazón un gesto amable, un sincero cariño…, quién vio a la madre y no a la reina, a la mujer y no a la madre, a la niña y no a la mujer…
Con la llegada del ocaso, desteje el tiempo regresando al pasado. Suelta sus largos y negros cabellos y danza descalza bajo la luna serena. Bañada por su luz blanca y clara, imprime la arena con sus huellas… Y allí espera su amante, imperturbable e infinito, el dolor de sus entrañas. Embriagada de mar, ansía el resurgir de Ulises de entre las aguas nocturnas. Con el sabor de la sal en la piel, sólo el viento la saborea rozando su cuerpo y susurrándole secretos que los dioses desconocen.
Penélope clara y oscura, serena y ardiente, dueña de sus noches blancas y esclava de sus días. En su larga espera, olvida su fin y su destino… La aurora la sorprende tejiendo pensamientos con soledades. Y amanece. Es hora, ya es la hora de alzar de nuevo un muro en su corazón, al compás de una luz que ya se perfila.
"Penélope"
lunes, 7 de mayo de 2007
Lucía y el tren
Vuela esta canción,
para ti Lucía,
la más bella historia que tuve y tendré…
… Y Lucía hace sonar su música y su letra por los andenes mientras el tren se aleja hacia el destino mágico de las vías sin fin… Es decir, que Lucía camina siempre hacia un tren que está a punto de partir… Lucía es letra y música en sí misma, una canción enfática de pronombre personal… Lucía es Lucía porque se aleja sembrando recuerdos de lo que fue, de lo que está y de lo que será… algo así como un regusto ajado de los tiempos ausentes que vive en ser y estar… Lucía puede decirse que luce como un pretérito perfecto y titila, allá a lo lejos, como futuro perfectísimo, en paz y armonía con la Idea. Digamos, pues, entonces, que Lucía relumbra de día y de noche, como patrona que es de los más ciegos videntes que habitan las tieniebas, porque 13 de diciembre, santa Lucía de Siracusa, que fue virgen y mártir y recuperó la vista antes de morir, como para demostrar su cálida rebeldía de gran amor.
No hay nada más bello
que lo que nunca he tenido,
nada más amado
que lo que perdí
Lucía canta, ya digo… Tiene la voz tibia de la sirenedidad del mar cuando está triste…
-¿Y dónde vas, Lucía?
-Quién sabe… allá dónde haya luz.
-Claro, patrona de los ciegos, con las tinieblas tal vez no puedas convivir…
-Y quién sabe si la luz es también negra –dice mientras revisa su billete de tren hacia el Destino extraño de las grandes preguntas.
-¿Nunca tomas cercanías?, ¿siempre largo recorrido?...
-Siempre, porque lo cercano puede quedar muy lejos y lo lejano estar al lado; así que, de una manera u otra, siempre viajo muy lejos.
-He escuchado tu nombre en una canción de Joan Manuel Serrat…
-Es que esa canción soy yo misma cantada por mí misma… No todas saben estar y ser la voz del enamorado…
-Lo sé…
-Gracias.
-No hay de qué.
Lucía viste la falda amplia de la primavera y la sonrisa cristalina de las colegialas, el sueño eterno de los perdedores, el realismo mágico del tiempo maya y la esperanza triste de los senequitas… Lucía, no es que vista falda, es que viste las falda al viento de la tentación, la falda larga (oh amado suyo) del guante y la bofetada y la falda faldicorta de la revolución pendiente de aquellos ayeres adolescentes… Es decir, que Lucia desconcierta hasta al sol de mediodía…
Si alguna vez fui un ave de paso,
l olvidé para anidar en tus brazos,
si alguna vez fui bueno y fui tierno
fue enredado en tu cuello y tus senos…
-Y te gusta tu letra, tu cuello y tus senos?
-Eso es como una trinidad ¿no?
-Sí.
-Siempre ha habido gran misterio en ese misterio.
-Si, es como tercera pregunta multiplicada multiplicada por sí misma…
-No lo acabo de entender, luego, puede ser que tengas razón, me responde mientras musita ensimismada los últimos versos de Lucía viajera..
Tus recuerdos son
cada día más dulces,
El olvido sólo se llevó la mitad,
y tu sombra aún
se mete en mi cama
con la oscuridad,
Entre mi almohada
Y mi soledad…
-¿Sabes?
-¿Qué?
-Pues que tu voz hace tiempo ya que duerme bajo mi almohada y mi soledad, tu voz es como tu tu sombra en las oscuridades de mi cama.
-No suena mal.
-No...
Y Lucía se aleja hacia un tren que ya se ha ido. Y su perfume inexplicable queda por siempre vagando por los andenes.
"Ulises"
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para ti Lucía,
la más bella historia que tuve y tendré…
… Y Lucía hace sonar su música y su letra por los andenes mientras el tren se aleja hacia el destino mágico de las vías sin fin… Es decir, que Lucía camina siempre hacia un tren que está a punto de partir… Lucía es letra y música en sí misma, una canción enfática de pronombre personal… Lucía es Lucía porque se aleja sembrando recuerdos de lo que fue, de lo que está y de lo que será… algo así como un regusto ajado de los tiempos ausentes que vive en ser y estar… Lucía puede decirse que luce como un pretérito perfecto y titila, allá a lo lejos, como futuro perfectísimo, en paz y armonía con la Idea. Digamos, pues, entonces, que Lucía relumbra de día y de noche, como patrona que es de los más ciegos videntes que habitan las tieniebas, porque 13 de diciembre, santa Lucía de Siracusa, que fue virgen y mártir y recuperó la vista antes de morir, como para demostrar su cálida rebeldía de gran amor.
No hay nada más bello
que lo que nunca he tenido,
nada más amado
que lo que perdí
Lucía canta, ya digo… Tiene la voz tibia de la sirenedidad del mar cuando está triste…
-¿Y dónde vas, Lucía?
-Quién sabe… allá dónde haya luz.
-Claro, patrona de los ciegos, con las tinieblas tal vez no puedas convivir…
-Y quién sabe si la luz es también negra –dice mientras revisa su billete de tren hacia el Destino extraño de las grandes preguntas.
-¿Nunca tomas cercanías?, ¿siempre largo recorrido?...
-Siempre, porque lo cercano puede quedar muy lejos y lo lejano estar al lado; así que, de una manera u otra, siempre viajo muy lejos.
-He escuchado tu nombre en una canción de Joan Manuel Serrat…
-Es que esa canción soy yo misma cantada por mí misma… No todas saben estar y ser la voz del enamorado…
-Lo sé…
-Gracias.
-No hay de qué.
Lucía viste la falda amplia de la primavera y la sonrisa cristalina de las colegialas, el sueño eterno de los perdedores, el realismo mágico del tiempo maya y la esperanza triste de los senequitas… Lucía, no es que vista falda, es que viste las falda al viento de la tentación, la falda larga (oh amado suyo) del guante y la bofetada y la falda faldicorta de la revolución pendiente de aquellos ayeres adolescentes… Es decir, que Lucia desconcierta hasta al sol de mediodía…
Si alguna vez fui un ave de paso,
l olvidé para anidar en tus brazos,
si alguna vez fui bueno y fui tierno
fue enredado en tu cuello y tus senos…
-Y te gusta tu letra, tu cuello y tus senos?
-Eso es como una trinidad ¿no?
-Sí.
-Siempre ha habido gran misterio en ese misterio.
-Si, es como tercera pregunta multiplicada multiplicada por sí misma…
-No lo acabo de entender, luego, puede ser que tengas razón, me responde mientras musita ensimismada los últimos versos de Lucía viajera..
Tus recuerdos son
cada día más dulces,
El olvido sólo se llevó la mitad,
y tu sombra aún
se mete en mi cama
con la oscuridad,
Entre mi almohada
Y mi soledad…
-¿Sabes?
-¿Qué?
-Pues que tu voz hace tiempo ya que duerme bajo mi almohada y mi soledad, tu voz es como tu tu sombra en las oscuridades de mi cama.
-No suena mal.
-No...
Y Lucía se aleja hacia un tren que ya se ha ido. Y su perfume inexplicable queda por siempre vagando por los andenes.
"Ulises"
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